La detención de César Humberto Arroyo Paz por presunta corrupción detona otro escándalo en el MINCUL

El Ministerio de Cultura vuelve a los titulares, no por preservar la memoria del país, sino por otro capítulo de corrupción: la caída de César Humberto Arroyo Paz en Lambayeque.

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Foto: referencial

La podredumbre estatal no descansa ni los domingos. En el Perú, la corrupción se pasea por ministerios y despachos como Pedro en su casa. Y el Ministerio de Cultura —ese que debería velar por las huacas, los museos y la memoria del país— vuelve a aparecer en los titulares, no por un hallazgo arqueológico, sino por un hallazgo policial. Esta vez, el protagonista es César Humberto Arroyo Paz, funcionario de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Lambayeque, sorprendido in fraganti con las manos en el sobre y la vergüenza en el bolsillo.

La historia es de manual: según las pesquisas, Arroyo Paz practicaba el viejo deporte de la “mocha sueldo”. El método es tan simple como infame: exigir a un trabajador recién contratado que le entregue, mes a mes, una tajada de su salario para mantener el puesto. Una especie de peaje burocrático que degrada la institución y convierte al servidor en rehén del chantaje.

El operativo, encabezado por la Policía Anticorrupción y un fiscal que no pestañeó, terminó en escena digna de novela negra: al momento de ser intervenido, Arroyo intentó deshacerse de los billetes lanzándolos al suelo, como si fueran cenizas. Pero los agentes ya tenían el as bajo la manga: cada billete estaba fotocopiado, marcado como prueba. No había escapatoria.

El delito, tipificado como cohecho, no es solo un acto individual. Es el espejo de un sistema que corroe al Estado desde dentro. Porque el caso de Lambayeque no es excepción: es la regla. En el Ministerio de Cultura, los titulares de prensa se acumulan más rápido que las promesas ministeriales. Contrataciones irregulares, favores políticos, plazas hechas a la medida, concursos con ganadores anunciados. El inventario de irregularidades parece interminable.

Y cada vez que explota un escándalo, el libreto es idéntico: un comunicado de prensa, un rechazo enérgico, una promesa de investigación. Y luego, nada. El tiempo hace su trabajo, la memoria colectiva se adormece y el corrupto de turno se pierde en el archivo judicial. El círculo de impunidad sigue girando.

Lo ocurrido en Lambayeque, más que un caso aislado, es un síntoma: la cultura se ha vuelto botín burocrático. Una institución que debería ser santuario de la memoria y el patrimonio, hoy aparece como un feudo de mediocres que negocian sueldos como si fueran cupones de feria.

La gran pregunta —esa que ningún ministro quiere responder— es simple: ¿qué hace realmente el Ministerio de Cultura para limpiar su propia casa? La ciudadanía asiste a un espectáculo repetido, casi grotesco, donde cada nuevo escándalo confirma que las paredes del ministerio están corroídas por dentro.

La detención de César Humberto Arroyo Paz debería ser el inicio de una purga. Un ministerio sin corruptos, sin mochas, sin padrinazgos. Pero eso sería pedir demasiado en un país donde la corrupción no es la excepción, sino la costumbre. Y mientras no se haga esa limpieza profunda, el patrimonio cultural del Perú seguirá administrado por burócratas más preocupados en cobrarse un diezmo que en proteger la historia que dicen defender.

Aquí el video de su captura:

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