Generación Z en las calles: las marchas del 27 y 28 en Perú

Las marchas convocadas para el 27 y 28 de septiembre no surgieron de la nada. Son el resultado de meses de malestar creciente entre los jóvenes peruanos ante decisiones como la aprobación de la Ley N.º 32123, que obliga a mayores de 18 años a afiliarse al sistema de pensiones, en un contexto de informalidad laboral que afecta a una gran parte de la población. Sumado a esto, hay una percepción de corrupción persistente, fallas institucionales y una inseguridad ciudadana que se siente cada vez más cercana.
Si bien la reforma de pensiones encendió la chispa, el pliego de reclamos de los manifestantes incluye varias exigencias urgentes: derogación de la ley cuestionada, renuncia de ministros clave, rendición de cuentas por casos de corrupción, justicia por muertes en protestas pasadas, y más seguridad frente a la delincuencia. La Generación Z, movilizada tanto por redes sociales como por experiencias vividas, exige dignidad y condiciones reales, no solo discursos.
Durante estas jornadas de movilización se reportaron enfrentamientos con la Policía Nacional, uso de gases lacrimógenos, bombas lacrimógenas, perdigones y violencia física contra manifestantes. En el marco de la protesta, hubo heridos, incluyendo una mujer y un adulto mayor. Asimismo, se observa una puesta en escena simbólica significativa: banderas, pancartas, e incluso emblemas del animé o de la cultura pop sirven para visibilizar una rebeldía colectiva, algo identitario más allá de los discursos políticos tradicionales.
Estas marchas podrían marcar un punto de inflexión en el escenario político peruano. Aun cuando el gobierno y el Congreso mantienen bajos niveles de aprobación, las movilizaciones de la juventud muestran que la política ya no puede ignorar sus voces. Si no se atienden sus demandas, el riesgo es que la protesta crezca, que alianzas se formen —como se ha visto con gremios de transporte y comerciantes que se suman— y que la presión social genere consecuencias electorales para 2026. En suma: lo que empezó como descontento previsional puede terminar redefiniendo quién manda y cómo se gobierna.