La Tarumba y el Ejército: el espectáculo más vergonzoso del Perú
No fue un número de acrobacia ni un acto de ilusionismo. Fue una escena grotesca y real: soldados del Ejército peruano, uniformados y en horario de servicio, desarmando la carpa de La Tarumba, un circo privado. Ocurrió en Arequipa, el 4 de noviembre, cuando una patrulla de la Policía Anticorrupción y la Fiscalía de Delitos de Corrupción de Funcionarios irrumpió en las instalaciones del circo fundado por Fernando Zevallos Villalobos. En el lugar hallaron a un coronel, un técnico y 28 soldados realizando labores ajenas a su función militar. No era una campaña cívica ni un ensayo artístico: era trabajo físico en beneficio de una empresa privada.
El escándalo revela más que un simple abuso de autoridad. Deja al desnudo la degradación institucional del Ejército y la complicidad silenciosa del poder cultural. Porque La Tarumba —ese circo que suele predicar valores de disciplina, arte y alegría— ha terminado involucrado en un acto indigno y posiblemente delictivo. ¿Cómo llegó una institución que debería resguardar la soberanía nacional a convertirse en mano de obra barata para un circo? ¿Y qué dice esto sobre la moral pública en el Perú?
La intervención fiscal permitió detener al coronel Marco Antonio Quispe Astete, al técnico Justo Palomino Quispe y a los 28 soldados del Cuartel Mariano Bustamante, sorprendidos desmontando estructuras metálicas en plena jornada laboral. Según los primeros reportes, los efectivos fueron trasladados en vehículos oficiales y vistieron ropa facilitada por el propio circo, intentando camuflar la irregularidad bajo el disfraz del espectáculo.

Horas después, el Ejército del Perú emitió un comunicado anunciando una investigación disciplinaria. Prometieron “colaborar con las autoridades judiciales” y “sancionar a los responsables”. Frases gastadas, parte de un libreto repetido cada vez que una institución se ve acorralada por la evidencia. Lo cierto es que el comunicado no responde la pregunta de fondo: ¿bajo qué acuerdo o motivación un coronel movilizó a casi treinta soldados para servir a una empresa privada?
La responsabilidad no termina en el uniforme. La Tarumba, que se presenta como embajadora del arte y la educación, también debe rendir cuentas. Actualmente este circo se mueve bajo la dirección de Fernando Zevallos Villalobos, Estela Paredes Medina, Geraldine Sakuda Oshiro y Viviana Rodríguez Galván. La ley es clara: ningún particular puede beneficiarse del trabajo de servidores públicos, menos aún durante horario oficial y en condiciones que comprometen recursos del Estado. Si existió un contrato verbal, una “donación de ayuda” o un simple favor logístico, cualquiera de esas figuras podría configurar delitos como colusión, peculado o cohecho.

La empresa circense, acostumbrada a aplaudir el esfuerzo y la ética del trabajo, guarda ahora un silencio ensordecedor. No hay comunicado, no hay mea culpa, no hay gesto de transparencia. Su prestigio, construido durante décadas con apoyo de empresas privadas y fondos públicos, queda empañado por esta connivencia vergonzosa. ¿Quién autorizó la presencia del personal militar? ¿Qué ofreció La Tarumba a cambio? ¿Un favor, una colaboración logística, una vieja costumbre de “ayuda institucional”?
La justicia deberá determinar las responsabilidades, pero el daño moral ya está hecho. Este episodio expone un patrón que no es nuevo. En junio, en Madre de Dios, soldados fueron filmados cobrando cupos a mineros ilegales durante un operativo militar. Aquella vez, la institución prometió sanciones ejemplares. Hoy, meses después, la historia se repite con otro decorado: ya no una mina ilegal, sino un circo glamoroso.

Ambos casos revelan lo mismo: un Ejército que ha perdido el sentido de la disciplina y del servicio público, donde el uniforme se alquila y la autoridad se negocia. Y revelan, también, la tolerancia social frente a la corrupción de los poderosos. Si los soldados hubieran trabajado desarmando un circo barrial, la indignación habría sido inmediata. Pero como se trata de La Tarumba —símbolo cultural querido por las élites limeñas—, el escándalo se disuelve entre comunicados ambiguos y silencios cómplices.
En un país donde el Estado se arrodilla ante el poder económico y mediático, que un circo logre disponer del personal militar no es un accidente: es una metáfora perfecta del Perú. Aquí, los soldados ya no custodian fronteras, sino carpas de entretenimiento; los artistas ya no iluminan conciencias, sino que usufructúan del aparato estatal; y la ciudadanía, acostumbrada al absurdo, observa el espectáculo sin aplaudir ni protestar, como si la corrupción fuera parte natural del guion.
La justicia, si existe, deberá desenmascarar esta función obscena. Porque en el Perú contemporáneo, parece que el verdadero circo no está en la pista central, sino en las instituciones que deberían inspirar respeto.
