
En política, los gestos dicen tanto como los hechos. Y en el Perú, Rafael López Aliaga —empresario devenido en cruzado moral, autoproclamado “el Bolsonaro peruano”— ha demostrado que sus gestos son ruidosos, pero sus resultados casi nulos. Es inevitable preguntarse: ¿cómo podría gobernar un país quien ni siquiera ha podido gobernar con solvencia la capital?
La alcaldía de Lima, que le cayó como trampolín hacia la presidencia, se ha convertido en su mayor piedra en el zapato. López Aliaga prometió en campaña convertir a Lima en una ciudad “ordenada, moderna y cristiana”. La realidad es otra: caos vehicular, una capital paralizada por la inacción y un alcalde ausente que dedica más tiempo a la gritería política que a resolver los problemas urgentes de sus vecinos.
El transporte, que debió ser prioridad, es ejemplo de su fracaso. Ninguna obra significativa, ningún avance visible. El Metropolitano y la Línea 2 del Metro siguen atrapados en su laberinto burocrático. Los peajes, que juró desaparecer, continúan inamovibles. López Aliaga optó por la salida más fácil: denunciar y culpar a gobiernos anteriores, mientras las soluciones reales jamás llegan.
La inseguridad ciudadana, ese flagelo que desangra a Lima, tampoco encontró respuestas. El alcalde repite que la Policía es del Gobierno central y que su margen de acción es limitado. Lo que no dice es que, incluso dentro de su competencia, no hubo liderazgo ni innovación. Su tan anunciada “Lima 360” es apenas un eslogan vacío.
Pero si en la gestión municipal no hay resultados, en su discurso político lo que sobra es radicalismo y contradicción. Se presenta como un adalid de la moral cristiana, enemigo del aborto, del matrimonio igualitario y de cualquier agenda progresista. Sin embargo, sus empresas acumulan deudas millonarias con la SUNAT y su fortuna proviene de negocios que se benefician del Estado. ¿Qué coherencia puede tener un candidato que predica austeridad, pero amasa riquezas dudosas bajo la sombra de privilegios fiscales?
Su estilo confrontacional tampoco ayuda. López Aliaga cree que la política es gritar más fuerte que el adversario, insultar al rival, convertir la discrepancia en cruzada moral. Y el país ya conoce los riesgos de esa retórica: la polarización infinita, la incapacidad de tender puentes, la demolición de cualquier consenso posible.
Muchos de sus votantes lo ven como “el outsider honesto” que enfrentará a la “casta política”. Pero su paso por la Municipalidad de Lima lo ha desnudado: no es un outsider, es parte del mismo sistema que critica, solo que disfrazado de mesías enojado. Y no es honesto políticamente, porque promete lo que sabe que no cumplirá.
A diferencia de otros líderes populistas de la región, López Aliaga carece de carisma popular real. Su figura no despierta esperanza, sino rechazo y mofa. Para unos es el “Porky” que grita en los balcones; para otros, el millonario que se victimiza. En ambos casos, difícilmente el perfil de un presidente.
El Perú, golpeado por la corrupción y la mediocridad política, merece algo mejor que un imitador barato de Bolsonaro. Las encuestas lo inflan, como a tantos antes, pero la historia política del país demuestra que el tiempo desnuda a los impostores. Y López Aliaga ya ha sido desenmascarado: ni su gestión, ni su discurso, ni su estilo ofrecen futuro alguno.
Podrá seguir gritando desde los balcones, lanzando promesas mesiánicas y victimistas, pero la realidad es contundente: Rafael López Aliaga no será presidente del Perú.