Buques de guerra frente a Venezuela: el ruido del acero y la retórica del poder

Entre la fanfarronería de Trump y la paranoia de Maduro, los buques en el Caribe son menos un escudo contra el narcotráfico que un teatro de poder donde los venezolanos siguen siendo los únicos perdedores.

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En el Caribe, otra vez, se asoma el espectro de los destructores norteamericanos. Tres buques de la Marina de Estados Unidos se despliegan frente a las costas venezolanas con la justificación de combatir el narcotráfico. Sus radares, sus cañones dormidos y sus misiles en silencio conforman una escenografía militar que recuerda a las viejas películas de guerra fría. Washington habla de interceptar cargamentos ilegales, pero en Caracas la escena se traduce como amenaza a su soberanía. Una vez más, la confrontación se mueve entre símbolos: el acero que exhibe Trump y la fanfarronería nacionalista de Nicolás Maduro.

Donald Trump, de regreso en la Casa Blanca con su estilo de trompeta y mazazo, ha relanzado la política de presión sobre Caracas. En su discurso, Venezuela no es un Estado arruinado, sino un santuario de “narco-terroristas”. Su gobierno ha duplicado a cincuenta millones de dólares la recompensa por la captura de Maduro, y ha acompañado la medida con un despliegue naval en aguas caribeñas. Se trata de la retórica del espectáculo: alardear de poder, dramatizar una cruzada moral, encender titulares que no cambian la realidad pero sí alimentan la narrativa del líder fuerte.

Del otro lado, Maduro responde con el guion aprendido: desfile de uniformes, milicianos de utilería, arengas transmitidas en cadena nacional y un discurso inflamado sobre el enemigo imperial. El chavismo necesita del asedio externo para justificar su permanencia. Convertido en un caudillo sitiado, Maduro saca provecho de la amenaza: la convierte en épica, en argumento de resistencia, en coartada frente a una economía devastada y una sociedad exiliada en masa.

Conviene recordar el contexto: tras las elecciones de 2024, denunciadas como fraudulentas, el régimen recrudeció la represión. Organizaciones de derechos humanos han documentado detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones forzadas. Estados Unidos oscila entre el garrote y la indulgencia: sanciona a jerarcas, pero concede licencias petroleras cuando la geopolítica lo exige. Esa ambivalencia fortalece, paradójicamente, a quienes dice combatir.

El despliegue de buques genera preguntas incómodas. ¿Disuade realmente a los carteles o alimenta la narrativa del bloqueo que el chavismo explota con destreza? ¿Acerca a Venezuela a una salida democrática o prolonga la farsa heroica de la resistencia? La experiencia latinoamericana enseña que los portaaviones interceptan barcos, pero no restituyen instituciones ni devuelven libertades. La democracia no llega escoltada por fragatas, sino por elecciones limpias, partidos opositores organizados, prensa libre y presión multilateral seria.

Trump apuesta por la amenaza y la grandilocuencia; Maduro, por la paranoia y el victimismo. Entre ambos, los venezolanos siguen condenados a la espera: de pan, de medicinas, de pasaportes, de un futuro menos oscuro. El verdadero dilema no se libra en el mar Caribe, sino en el corazón de una nación que ha visto convertida la política en un duelo de imposturas. Los buques, con todo su poder, no traerán democracia. Su brillo de acero, al fin y al cabo, sirve más a la televisión que a la libertad.

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